23 de Octubre de 2008
[i]‘MOTEROS’
Javier Sabadell
Conocí, hace algún tiempo ya, en Irun, a uno de esos guipuzcoanos que, los domingos de buen tiempo, y más de uno de inclemencias, gusta de pasear por las carreteras con su moto. No tiene una máquina vibrante en potencia y ruidos. Es, más bien, una motocicleta modesta, humilde. Una motocicleta para pasear arrimado a los caminos, a los ríos, a los montes. Una motocicleta, en definitiva, que invita a participar del paseo. Muy diferente fue lo que pude contemplar este pasado domingo. Si lo recuerdan, hizo prácticamente en todas partes un día soleado y amabilísimo, de esas jornadas que parecen primavera.
Iba yo, por la carretera, en mi coche, pues moto no tengo ni he tenido nunca, recorriendo los kilómetros que median entre Laredo, en Cantabria, y el Valle de Tobalina, allá donde el Ebro habla, por un trecho, euskera. Es un paisaje hermoso, que atraviesa el puerto de Tornos, algunas localidades vizcaínas de olvidado existir, y acaba desembocando junto a una central nuclear castellana a la que quieren hermanar con una térmica vasca no dentro de mucho.
Muchos de esos kilómetros los recorrí en soledad, respetuoso con las señales de tráfico, que parecen sugerir el modo de ir acariciando el trayecto. Así, hasta poco antes de la subida a Tornos. Fue entonces cuando, uno tras otro, y conté hasta treinta y pico, una sucesión interminable de moteros solitarios me fueron adelantando vertiginosa, rápida y arriesgadamente. Muy arriesgadamente. Lo suyo no era disfrutar del paisaje. Lo suyo era la velocidad. La acrobacia motera. Asumir que ningún vehículo iba a aparecer al volver de cada viraje y proceder a tomar las continuas curvas como si inexistieran en la geografía viaria. Pensé que me había topado, de repente, con una prole insensata de locos y de estúpidos. Les llamamos moteros. Algunos moteros, si queremos ser justos. Todos, esa mañana.
Algo más arriba, en lo alto del puerto, les encontré, en plan quedada. No dejé de pensar que aquello era un profundo disparate. Que no era disfrutar de la carretera. Aquello era un suicidio sin fecha prevista, pero con orden de ejecución. A esas velocidades, con esa disparatada y endemoniada actitud, poco importan los picos, los montes, los valles, el aire o el sol y la naturaleza. Solamente importa el trazado de un circuito de carreras, que es en lo que se convierte la red viaria.
En Tobalina, pasada Santa María de Garoña, en un angosto y angustioso recodo del camino junto al Ebro, un motero yacía en el suelo tras haberse golpeado con un coche muy viejo. Otros moteros, descabalgados de sus caballerías, miraban estupefactos hacia el suelo. La policía iba de camino. La ambulancia poco después. No necesité preguntar qué había sucedido.
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En el foro del periódico, a este tipo alguien le contesta esto:
[i]‘DOMINGUEROS’
BARONROJO
El sábado de hace un par de semanas, hacía un día espléndido. Buen tiempo y viento sur, por lo que la carretera estaba perfectamente seca. Bajé al garaje y miré a mis motos. Pensando en el largo invierno que se avecina, decidí que quizá esta podría ser la última ocasión de la temporada que tendría para sacar una de mis motos de colección: Una preciosa Ducati F1 750 del año ’86 que mimo, cuido, conservo y monto con una deliciosa mezcla de orgullo y placer, ya que es una de las poquísimas unidades que existen de este modelo en el mundo. Quizá en nuestra piel del toro existan menos unidades de las que se pueden contar con los dedos de una mano.
Por eso decidí salir a disfutar del placer del equilibrio dinámico de ir empalmando con fluidez las incesantes curvas de mi carretera favorita embriagándome con el sonido de su escape al compás de la voluptuosa Orografía.
Había poco tráfico y circulaba en perfecta simbiosis con mi máquina cuando, de repente, al llegar a las rápidas curvas de Usurbil me topé con un desvencijado Land Rover haciendo chirriar peligrosamente sus neumáticos mientras se salía de su carril invadiendo el mío. Solamente pudo la suerte evitar que dejara troquelada su vieja placa de matrícula en mi frente pues, finalmente, el conductor consiguió tomar la curva sin ocupar la totalidad de mi carril y yo, a su vez, conseguí tirar la moto al estrechísimo y sucio arcén y evitar la fatal colisión.
Algunos kilómetros después, y en plena recta, una lujosa berlina de alta gama comenzó un adelantamiento sin importarle en absoluto que un motorista estuviera circulando por el carril que sin ningún derecho invadía. Seguramente debió sentir muy contento de su poderoso automóvil al terminar el adelantamiento, aunque siguiera su camino sin haberse percatado de los chirridos de mis neumáticos perdiendo adherencia sobre el pavimento al límite de su frenada.
A estas alturas solamente deseaba llegar a casa. No debía pensar lo mismo el sujeto que adelantaba a velocidad de caracol a un ciclista en plena curva, con línea contínua y sin visibilidad, invadiendo durante unos inocentes segundos el carril contrario. Pensaría, seguramente, que aquello no era grave porque, total, era solo un interminable momento.
Aquella mañana, afortunadamente nadie tuvo que quedarse al borde de la carretera, contemplando estupefacto al motorista que agitaba su respiración en los que sabía sus últimos instantes de existencia. Aunque aquello, tampoco vamos a extrañarnos, no hubiese tenido nada de extraordinario pues se trataba de un motorista que, ya se sabe, van todos como locos.
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Enlace:
http://www.diariovasco.com/20081023/al-dia-local/moteros-20081023.html